Los vinos nacen llevando residuos sólidos de los tejidos de las uvas, microorganismos y restos de los procesos químicos que transforman el mosto en vino. Esos residuos suelen precipitarse por suspensión con el tiempo, pero nunca desaparecen del todo. Para conseguir la limpidez y el brillo a los que estamos acostumbrados los técnicos de la bodega emplean distintos métodos de filtración y clarificación.
Un vino limpio y transparente nos da una primera impresión acerca de su buen estado, por oposición a un vino turbio sin razón aparente para presentarse así, que indicaría que se ha deteriorado. Y hablamos de razón aparente porque hay vinos que sí la tienen. Los grandes “ vintage” de Oporto, los Burdeos viejos, los Grandes Reservas riojanos e incluso algunos tintos modernos que sus elaboradores deciden no clarificar ni filtrar, son vinos en los que una cierta turbidez e incluso la presencia notoria de residuos sólidos se explican por el largo proceso de envejecimiento en botella que han atravesado.
Para eliminar esas sustancias, en estos casos el vino se “decanta” trasladando el líquido a otro recipiente –el “decantador”- y dejando los residuos sólidos en el fondo de la botella vacía.
Para examinar la limpidez de un vino ponemos la copa bajo una luz blanca y sobre un fondo también blanco y bien iluminado. Así veremos enseguida si el vino es transparente o está turbio.
Algunos adjetivos utilizados para definir la limpieza o turbidez de un vino son: brillante, límpido, limpio, transparente, turbio, velado, opalescente, opaco, mate, plomizo, deslustrado, etc.